martes, 29 de abril de 2014

APOLO Y DAPHNE

APOLO Y DAPHNE

Daphne era deliciosa. Una estilizada criatura, parecida las imágenes que pintó Botticelli en el Renacimiento. Pero, según la opinión de Apolo, tenía un solo defecto: era casta, pura, inexpugnable. Una mañana temprano, cuando todavía los ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla. Ella fue como siempre a bañarse al río. Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío, se deslizó dentro. Hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y tocó la espuma. Rió, serena y feliz. Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar. 
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera dorada; temblaba su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor. Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda. Júpiter no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada a esta triste suerte. 
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror. Al instante se partió el cielo en dos; un trueno sordo y profundo se oyó a lo lejos; dos relámpagos estallaron entre las nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue transformando. En los dedos de los pies le crecieron prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas; su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro tiziano y adquirió la rugosidad de las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para siempre. Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.

martes, 24 de julio de 2012

HANS

HANS


Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad. Me cuestioné sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso Intruso, que había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída. Me equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí mismo. Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía zigzagueando entre nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar. El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos. Desde ese instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida. Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos. Fue en Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño. Sentí un dolor profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo. Evitamos hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas, aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la pena. Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso. Navidad. ¿Por qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse tan injustamente cruel? Encontró una nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén. 

URIBURU


URIBURU


La casa de mi abuelos era lujosa, pero yo la veía de un lujo asiático, mucho mayor. Mi recuerdo es el de una niña de once años, enamorada del verde y del sol. En Uriburu reinaba la oscuridad, aunque afuera hubiera sol; Los muebles, el comedor trágico cuya mesa gigantesca y sus sillas se codeaban con la vitrina repleta de copas; copas color bermejo – para el vino tinto- y verde –para el vino blanco- y dos docenas de copas de un blanco radiante, para el agua cristalina de ese entonces. Todas ellas, apiladas en orden, siempre en el mismo lugar. Pegado a ese comedor en tinieblas por los pesados cortinados que nunca se abrían, había un diminuto jardín de invierno, un lugarcito mágico para mí. En dos metros y medio por uno de ancho cohabitaban las plantas más originales de un color verde, verde, que te quiero verde; allí, el sol sí entraba a raudales por unas ventanas con vidrios de diferentes colores, formando una guirnalda y dibujos en el centro. En este sitio reinaba el sol, aunque no podíamos jugar ni movernos. No me atrevía más que a mirarlo con deleite. En verdad, nos retaban de sólo mirarlo, tal era el cariño que mi abuelo le tenía, pues, a pesar de ser una esquina de tres pisos, el sol se centraba en este lugar. El resto era tenebroso, con ciertos destellos de luz al entreabrir los pesados cortinados. Sin embargo, no debía ser un lugar triste, pues estaba saturado de instrumentos musicales: dos pianos de cola, un violoncello, un arpa y un armonio armonizaban dentro de la sala de música, el lujoso y sí soleado salón y el escritorio en planta baja de mi abuelo, recinto de paz y de misterio. No recuerdo alegría, ni color, ni chispa de ingenio en ninguno de sus innumerables escondites. Había salas, salones y saloncitos, cuartos, cuartos de roperos y cuartitos, todo por triplicado y de considerables proporciones. Nosotras corríamos con nuestras medias y nuestros zapatos blancos, patinando por los corredores, a pesar de los chistidos de Fina, la antigua gobernanta de mi padre, mis tíos y mi madrina. Nada podía disminuir nuestra alegría de vivir con intensidad, ni esa vejez que se olía por doquier, ni ese olor a moho rancio, a perfume francés, volcado ex –profeso. Yo tenía once años, repito y en mis reminiscencias sólo entreveo el reflejo de luz de mis zapatos inmaculados, de mis rodillas aterciopeladas, recién enjabonadas por manos expertas. Junto con mi hermano nos escondíamos con nuestra risa fresca, recién fabricada. Otro gran asombro era sus baños con pisos de mosaicos negros y blancos, como tablero de ajedrez. Jugábamos a la rayuela en esas baldosas relucientes, hasta que me encontraban y nos obligaban a lavarnos las manos y a peinarnos. Y recuerdo su cadena arcaica con su eslabón de porcelana en la punta. Sus bañaderas eran de un blanco esplendoroso, no porque las enjabonaban bien a fondo, sino meramente por ser de buena calidad. Otro gran secreto era el sube platos: ¡qué maravilla, qué pozo misterioso para una chiquilla, qué hondo lugar para llegar hasta el infierno, cuando nos asomábamos por su hueco! Y subía y bajaba con ruido a cadenas y muerte, como un espectro dolorido a punto de expirar. De allí en más no la recuerdo; murió en mi memoria, pese a haber seguido en pie muchos años más. Cuando mis padres se divorciaron ese año, mi padre regresó a Uriburu y yo la borré totalmente de mi vida. Destruí su imagen a propósito; sin embargo, al llegarme ahora todos los martes con mi niño de la mano y pasar frente a la puerta de lo que fue Uriburu en otra época, oigo aún los pasos de mis zapatos relucientes y la risa argentina de una niña que – en su demolición- sucumbió.

LA VICTORIA

LA VICTORIA


No creas que no te quiera, Christián; te quiero en serio, pero resulta que la gata trae desorden a la casa, ensucia un rincón que deseo inmaculadamente limpio y perfectamente ordenado. Además, tú sabes que intenta sumergirse en los dobladillos de las cortinas de voile y debo espantarla para que no se suba a los sillones blancos y azules de nuestro living pequeño. También hay un olor nuevo en la casa que me desagrada, un olor rancio a hígado, que se mezcla con el polvillo del aserrín que cambiamos a diario: Daphne no soluciona los problemas del hogar; por el contrario, desmejora la organización y me causa preocupaciones. En mi vida no existe lugar para más problemas. ¡Quiero algo, un resto de tranquilidad! Tengo derecho - ¿no es cierto? - Soy tu madre y estoy sola, separada de tu padre desde hace once largos años. Llevo la casa sobre mis frágiles y temerosos hombros y no me alcanza el dinero para comprar zapatillas ni camisas nuevas. Por favor, Christián, ayúdame, compréndeme al menos; entiende de una vez por todas que no estoy en contra de la gata sino a favor de mi orden, eso es todo. ¡No es tan difícil de asimilar! Mi vida no es fácil; te tengo a ti y a tus dos hermanos y debo resolver una cantidad de aburridos dilemas como pagar la luz y quitar plata de donde no alcanza, a fin de pagar ahora el Impuesto Municipal y luego comprar los huevos de Pascua que finalmente este año quiero comprarles. ¡Hace tanto que sueño con una Pascua llena de cintas de colores y mucho chocolate! Quiero recibirlo a Dios como se merece, pero aquí lo recibimos miserablemente, con agrias sonrisas y miradas ajenas, no porque no lo amamos sino porque el dinero no alcanza, -¿Christián, me oyes? - no alcanza para celebrarlo a mi antojo. Por favor, te pido que no te ofendas; eres mi hijo mayor, el más atento a mi desgaste físico y a mi horror a la soledad; si quito la gata, si me llevo a Daphne y la escondo en un bolso y la regalo, la casa retomará su aire limpio y pulcro que la caracteriza, es sólo eso, devolverle su higiene, quitarle el desorden y fregarla a mi gusto. Si tú quisieras... si tú te lo propusieras, podrías entenderme, aunque claro, claro... me estoy olvidando de la ternura que estás empezando a demostrar a través de ella, esa ternura que te hace más abierto y por ende más noble también. Los cuidados de tu gata te vuelven responsable con el prójimo, aunque sea este animalito que me saca de las casillas. Es alentador verte prodigar caricias y sonrisas; es meramente positivo encontrar tus ojos glaucos, - antes duros e iracundos - disolverse en gestos y caricias. Daphne te licúa el malhumor: te levantas distinto, la buscas con ademanes paternales, dejas las sábanas y te mueves parsimoniosamente descalzo en busca de su alimento que cortas con cuidado, llena tu alma de generosidad. Y luego abres la heladera y buscas la leche más cara -la de cartón blanco con vitaminas- y llenas su bol de plástico naranja y contento al fin la observas comer y beber. Sí, es cierto que eres diferente desde que ella está aquí; siempre te haces de un momento para acariciar su lomo; te levantas incluso más temprano para prodigarlo esos minutos de amor con sabor a cariño. No puedo decir que Daphne no me moleste; por el contrario me sobra en esta casa, me pone nerviosa, más nerviosa que de costumbre, pero Santiago tu hermano, bien dijo que habría que buscar qué no me pone nerviosa, qué no me molesta y quizá tiene razón, Christi, todo me molesta, porque el desorden viene de mi interior; es un desorden de adultos que tú no comprendes; es un desorden en mis cuentas, porque nada alcanza, nada sobra y siempre debo pagar con lo que no tengo y quitar de un pozo vacío, pero si pongo algo de mi generosidad dormida, si de nuevo dejo abierto el corazón, quizá podamos hacerle un rinconcito a esta gatita que tanto me estorba, porque en realidad, hijo mío, me estás enseñando una lección de amor que había olvidado en este trajinar entre libros, escritos y preocupaciones diarias. Me estás señalando una lección: la de brindar sin esperar y someterse a un distinto orden en la vida, con tal de que nuestros sentimientos sigan aflorando y creciendo para ser seres más logrados. De cualquier manera, aunque Daphne me siga molestando y reine el desorden en mi balcón y tire los potus y escarbe la tierra y luego suba a los sillones del living y me tenga siempre en el filo de una posible caída, aunque ensucie un rincón en la cocina y el aserrín vuele con donaire y un olor nuevo a desinfectante se asome por nuestras ventanas abiertas o cerradas, de acuerdo al lugar donde se encuentra ella y el olor rancio a hígado me indigne el alma, me persiga el olfato... a pesar de que desmejore la organización del hogar y me cause algunos sinsabores: Daphne puede seguir siendo nuestra huésped habitual.

EL ORDEN

EL ORDEN

 A veces, de pura pena no más, de lástima, quisiera abrazarme y encerrarme en mis brazos para no ver más el hollín y el desorden que me rodea. Y me propongo con firmeza no volver a empezar, dejar que mi casa tome poquito a poco esa patina de vida que le da unas paredes manchadas de dedos y unos muebles brillante por el manoseo de nuestros hijos. Y no puedo; siento algo más fuerte que me impulsa a limpiar con frenesí lo que sé absolutamente que volverá a estar igual veinticuatro horas después. Miro con deleite los hogares de mis amigas, criticándolas en mi interior, comparándolo con el mío y al llegar siento que un vaho de polvo me impide respirar. Es como si no pudiera estarme quieta y donde van mis niños ensuciando, voy detrás como una tortuga, limpiando y ordenando sin cesar hasta el más mínimo papelito recortado o hilacha esparcida por doquier. 
La gente no comprende mi excesiva manía del orden. Hablan del encanto de una casa con niños que dan vida y color. Yo deseo un orden estático en las cosas. Sé positivamente que si viviera sola jamás desordenaría con tal de no tener que arreglar nuevamente. Pero el orden de no desordenar nada a fin de mantener siempre el orden es un defecto que me está impidiendo vivir con plenitud. 
Gozo al tener una mucama limpiando a fondo todos los días los placares, estantes, paredes, azulejos y cajones. Suelo poner todo a limpiar por las dudas si está sucio. Después contemplo la casa y mi vista se extasía frente a esta fotografía inmaculada de mi hogar recién encerado. Y no lo quiero pisar ni deseo que arrastren juguetes y me molesta poner la mesa y comer en platos recién limpios y guardados. Cuando traigo sándwiches y ese día le hacemos la pera a la cocina, comiendo sobre el papel blanco de la confitería, me solazo mirando al bies mi piso brillante, que no ensuciaremos ni siquiera con las migas del pan. 
Una mucama fija no es suficiente, necesitaría dos para la limpieza profunda, por horas, para que rinda más y la fija para el simple repaso. Así, mirándolas de continuo y haciéndome la que escribo o leo cosas importantes, las observaría furtivamente criticándoles los zócalos, los rinconcitos sin dejas escapar el más mínimo detalle de esta limpieza que tan a lo bobo, me consume con lentitud. A veces, de pura tristeza, me encerraría en mis brazos para no sentir lo inútil de mi orden continuamente ordenado, de mis existencia tan vacua, tan encerada.

ABROJITO


ABROJITO

De ti no hay nada escrito. Eres como un tercer hijo al cual nunca se le sacó una foto, pese a que el primogénito y aun el segundón tienen sus álbumes repletos. Tú tienes fotos –unas cuantas- pero no un cuento de tu madre. No me creció ninguno como a tu hermano Christián ni ningún poema brotó de mis labios como cuando nació Santiago. A ti, Abrojito, cuando naciste, me brotó una lágrima y junto a ella un sollozo. Estuviste muy enfermo; respiraste normalmente, lloraste espontáneamente pero, a los veinte minutos, cuando una enfermera pasó a tu lado, te vio totalmente morado y notó que te estabas asfixiando. Empezó entonces una corrida de médicos y enfermeras y yo, sin saber nada. Sospeché algo, cuando me vinieron a preguntar por tu padre, a la noche, pero me acallé yo misma la angustia. Por la mañana un doctor –especialista en neonatos- vino a anunciarme tu actual “statu quo” entre la vida y la muerte: o te salvabas o te morías; no había ninguna chance más que esperar. Y así esperamos sin novedades durante setenta y dos horas, viéndote respirar a través de una incubadora con oxígeno, plasma y sangre corriendo artificialmente por tus venas. Al cabo de ese tiempo, repuntaste poco a poco; te sacaron el plasma, la sangre- no el oxígeno- y por primera vez te vi con un pañal. Morado, grisáceo, parecías invocar a Dios en cada uno de tus esfuerzos por mantener la vida. Se te hundía el pecho, el estómago parecía desinflarse, te ponías tenso, hasta tu próxima respiración. … Y te veo ahora en esa foto que está siempre en mi mesa de luz, rodeado de tacos de reina que caen de una vasija de barro, hablándola a una hora que tienes en la mano y señalando un posible bichito minúsculo con el dedo y siento que mana al fin la calma, cara de conejo, dientes de conejo, nariz de enchufe. Tu primer sobrenombre fue el de Abrojito, por la graciosa posición que adoptabas al tenerte yo contra mi cuello y quedar tú colgado sin sostenerte siquiera, sin moverte. Una amiga de mi madre, la ver tu posición acurrucado en mi hombro, exclamó: _ ¡Qué gracioso! Si parece un abrojito. Y así te llamé durante el primer año de vida, bastante complicado por cierto. A los ocho días te toqué por vez primera, ya no detrás del vidrio de una incubador sino contra mi mejilla y mi pecho. A los tres meses te operaban de una hernia y a los cinco te morías de una neumonía y desde allí en más viví una pesadilla atroz, entre tus bronquitis espasmódicas, tu poco madura laringe, tu posible quiste que no lograban detectar, tus no sé cuántas potenciales enfermedades que no traían sosiego a mi alma. Fue a ver una vidente que pronosticó tu cura repentina a los dos años. Y así fue, allí te transformaste en un ser encantador, pajarito mío, todo dulce, todo hecho de sol. Te sentaba blanco inmaculado en el pasto del jardín de Adrogué y te quedabas quieto como un jarrón en exposición. Fuiste manso y tierno por naturaleza hasta que te creció la nariz de enchufe e hiciste un corto circuito con tu anterior personalidad, pues a los dos años y medio te nació la independencia como a otros le crecen los dientes. Mi niño creció; ahora tiene tres años; dorado, retozón al igual que un barrilete, lo llamo mi Botticelli, mi príncipe azul. Eres el último vástago que me regalé yo misma y cuanto quiero y quise lo logré a través tuyo. En ti mueren mis ansias de madre; por ti aprendí a entregarme más allá de toda posibilidad de dar; surgieron lágrimas de sangre de mis pupilas ardientes, al estar tú tan grave y se me secó el corazón. … Es para ti, Abrojito mío, este cuento que me brotó cual manantial.

EL DESAYUNO


EL DESAYUNO

Anoche nos hicimos una promesa. Mientras le hicimos la pera al baño, preparamos todo para que fuera más sencillo. Te acostaste a medio vestir, con remera, sweater y calzoncillo; al blue Jean lo pusiste al borde de la cama y en el suelo esperaban tus botitas inquietas para la sorpresa. Y así fue; apenas me desperté te llamé entre ronruneos aún de sueño, pues te oí conversar con tu hermano menor y te recordé, en esa quejumbrosa llamada, tu olvido. Ligero cual un cervatillo dorado, diste un brinco, te pusiste el pantalón, los zapatos –cosa que jamás logro que hagas- fuiste al baño, te lavaste la cara, te cepillaste el pelo, ése que Dios te otorgó de seda, y disparaste abajo gritando: 
-Marta, Marta, ven que te necesito-. 
Me quedé pues, esperando tu llegada, con los ojos cerrados, en mi cama. Al ratito, cuando casi me había vuelto a dormir, oí el tintineo de una cucharita sobre el plato, el ruido a risa recién hecha y lo pasos de mi amor subiendo por la escalera que lleva a mi dormitorio. Apareciste tú, hecho miel y luz, con tus manos regordetas sosteniendo una bandeja enorme para tus pocos años, llena de remedios, de galletitas con manteca y dulce de frutilla y una taza de café humeante, invitándome a despertar con una sonrisa de agradecimiento. 
Tomé apurada esa bandeja que había llegado casi por casualidad intacta a mi cuarto y saboree mi desayuno encantada. Tú, parado al lado de mi cama, peinado y reluciendo de felicidad, me preguntabas: -¿Lo hice bien, mamá? ¿Está bien?- 
-Sí- respondí yo, con mis ojos, pues mi boca estaba llena de dulce y de amor. Pues eso quise escribirte, Santito, cuando empecé este cuento.
 La vida está llena de inesperadas compensaciones, que pueden tornar un día en un milagro, un momento odioso en una aventura. 
Este desayuno tan tambaleante que llegó a mi cama, una mañana de Julio, cuando estábamos de vacaciones, será inolvidable en mi memoria, porque me lo trajiste tú, mi amor, mi hijo querido, y porque lo dejé estampado en un papel para que otros lo puedan saborear conmigo.