martes, 24 de julio de 2012

ABROJITO


ABROJITO

De ti no hay nada escrito. Eres como un tercer hijo al cual nunca se le sacó una foto, pese a que el primogénito y aun el segundón tienen sus álbumes repletos. Tú tienes fotos –unas cuantas- pero no un cuento de tu madre. No me creció ninguno como a tu hermano Christián ni ningún poema brotó de mis labios como cuando nació Santiago. A ti, Abrojito, cuando naciste, me brotó una lágrima y junto a ella un sollozo. Estuviste muy enfermo; respiraste normalmente, lloraste espontáneamente pero, a los veinte minutos, cuando una enfermera pasó a tu lado, te vio totalmente morado y notó que te estabas asfixiando. Empezó entonces una corrida de médicos y enfermeras y yo, sin saber nada. Sospeché algo, cuando me vinieron a preguntar por tu padre, a la noche, pero me acallé yo misma la angustia. Por la mañana un doctor –especialista en neonatos- vino a anunciarme tu actual “statu quo” entre la vida y la muerte: o te salvabas o te morías; no había ninguna chance más que esperar. Y así esperamos sin novedades durante setenta y dos horas, viéndote respirar a través de una incubadora con oxígeno, plasma y sangre corriendo artificialmente por tus venas. Al cabo de ese tiempo, repuntaste poco a poco; te sacaron el plasma, la sangre- no el oxígeno- y por primera vez te vi con un pañal. Morado, grisáceo, parecías invocar a Dios en cada uno de tus esfuerzos por mantener la vida. Se te hundía el pecho, el estómago parecía desinflarse, te ponías tenso, hasta tu próxima respiración. … Y te veo ahora en esa foto que está siempre en mi mesa de luz, rodeado de tacos de reina que caen de una vasija de barro, hablándola a una hora que tienes en la mano y señalando un posible bichito minúsculo con el dedo y siento que mana al fin la calma, cara de conejo, dientes de conejo, nariz de enchufe. Tu primer sobrenombre fue el de Abrojito, por la graciosa posición que adoptabas al tenerte yo contra mi cuello y quedar tú colgado sin sostenerte siquiera, sin moverte. Una amiga de mi madre, la ver tu posición acurrucado en mi hombro, exclamó: _ ¡Qué gracioso! Si parece un abrojito. Y así te llamé durante el primer año de vida, bastante complicado por cierto. A los ocho días te toqué por vez primera, ya no detrás del vidrio de una incubador sino contra mi mejilla y mi pecho. A los tres meses te operaban de una hernia y a los cinco te morías de una neumonía y desde allí en más viví una pesadilla atroz, entre tus bronquitis espasmódicas, tu poco madura laringe, tu posible quiste que no lograban detectar, tus no sé cuántas potenciales enfermedades que no traían sosiego a mi alma. Fue a ver una vidente que pronosticó tu cura repentina a los dos años. Y así fue, allí te transformaste en un ser encantador, pajarito mío, todo dulce, todo hecho de sol. Te sentaba blanco inmaculado en el pasto del jardín de Adrogué y te quedabas quieto como un jarrón en exposición. Fuiste manso y tierno por naturaleza hasta que te creció la nariz de enchufe e hiciste un corto circuito con tu anterior personalidad, pues a los dos años y medio te nació la independencia como a otros le crecen los dientes. Mi niño creció; ahora tiene tres años; dorado, retozón al igual que un barrilete, lo llamo mi Botticelli, mi príncipe azul. Eres el último vástago que me regalé yo misma y cuanto quiero y quise lo logré a través tuyo. En ti mueren mis ansias de madre; por ti aprendí a entregarme más allá de toda posibilidad de dar; surgieron lágrimas de sangre de mis pupilas ardientes, al estar tú tan grave y se me secó el corazón. … Es para ti, Abrojito mío, este cuento que me brotó cual manantial.

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