EL ANACORETA
Desde pequeñito la madre siempre le había hablado de Jesucristo. Pegado a una cruz, el hijo de Dios no decía un ápice en su martirio. Murió en ella, ensimismado en la idea de salvar a los hombres de sus culpas. Se aferró con su cuerpo ensangrentado al madero y en medio de sus llagas y de su sed exhaló un profundo alarido y entregó la vida.
Había roto la muñeca de su hermanita. ¿Sin querer? ¿Queriendo? Siete años es una rara edad para llenarse de culpas. Lloró su hermana; lloró él; no le dolió ver la cabeza de porcelana acurrucada en un rincón. Le lastimaron las lágrimas fraternas por el juguete fragmentado. ¡Salvaje! -había dicho su madre. ¡Jamás lograrás ser un santo ni un místico! ¡Jamás podrás contemplar la faz de Dios de frente!
Francisco lloró. Quería ser santo, tratarse con rigor, alejarse de las tentaciones, vencer el sol, el viento, la lluvia. La muñeca yacía arrumbada. Pies y manos se hamacaban al compás de los estertores de su pena, sin cabeza, degollada por sus frágiles manos.
Lo llamaron ateo, extranjero a la creación, destructor de almas y cuerpos. Lo obligaron a hacer penitencia y a contemplar el cielo hasta sentir el perdón de Dios. Debía fabricarse sacrificios nuevos por su comportamiento inusual. Creía haber pagado, pero lo obligaron a continuar, a seguir castigándose por el prójimo. Entonces quiso aproximarse aún más a su Dios, despegarse de la tierra y refugiarse en El, principio y todo del universo. Intentó separarse del suelo. Se subió a una escalera, pero tuvo miedo en el último escalón y bajó dolorido. Se subió a la cama; era muy bajita y no servía para su propósito. Siguió en su empeño: estaba empecinado en pagar su culpa y así lo hizo. Se subió entonces a su caballito de madera. Empezó a hamacarse despaciosamente, sin contestar las preguntas que le formulaba su madre. Callaba. No era un silencio odioso, pleno de rencor. Era un hábito sin ostentación. Quería ser santo, despegarse de todo para llegar al Todo, a la unión simple con Dios. Ese era su deseo, su vocación principal, la única por la cual había venido al mundo. Francisco y sus escasos siete años de edad firmaron un pacto con Dios: ser uno, para siempre. No por un día o un mes: para siempre. No hablaba, no respondía preguntas, -cada cual en lo suyo- pensaba, cerrado hacia el universo. Se hamacaba como para mantenerse dinámicamente vivo. Comía lo imprescindible: pan y agua, a veces, para igualar su dolor al de la faz divina, pedía una esponja empapada en vinagre. Su madre, desesperada ante tal ascesis, consultó médicos y oráculos inciertos. La instaron a que esperara.
-Locuras de niños- le dijeron. -Son los difíciles siete años. La libertad que bulle con toda su energía. Su vocación religiosa ha trastornado su infantil cerebro; clama por Dios en forma errónea.
Ve con Dios- le decían al marcharse, sonriéndole los visitantes. Le acariciaban sus rulos y sus pálidas mejillas transparentes. -Allí me encuentro- pensaba el niño y continuaba en silencio su soledad, hamacándose lentamente.
Veinte días pasaron; la tortura continuaba; perdía fuerzas. La vida se le escapaba por entre los poros y se opacaba su cabello, antes sedoso y brillante. El resto de su osamenta estaba ajada, marchita. Se aferraba con todo su cuerpecito al juguete. Era imposible convencerlo o desalojarlo: formaba parte del todo. -Es mi ruta- reflexionaba este pródigo anacoreta infantil. Piensa en Dios; no implora su perdón, no se disculpa ni se humilla. Piensa en Él, sin queja, sin ruego alguno. Sabe su fin próximo. No existe rincón de su cuerpo que no esté llagado de tanto apegarse al juguete, por miedo a abdicar. La vida lo está tragando; sobrevive. Sueña o piensa en un futuro más calmo; eso lo alivia. Las voces humanas lo distraen de su coloquio personal. Cuando está en silencio, sólo falta su voz. En el ruido de las otras voces humanas, pierde la voz y la idea. Y ya no es él: son los otros.
Se espera la llegada del padre, figura arbitraria y parco en ademanes. La madre ansía esta venida y a la vez le teme: conoce su ferocidad. Excitado por la desobediencia ajena se convierte en un ser temible. El niño espera también. No lo sabe, pero espera su fin sin aprehensión. El de arriba mueve los hilos; basta esperar pacientemente. El padre supo del capricho filial en su gira por el extranjero, pero le fue imposible apurar su llegada; estaba demasiado lejos. Al caer la tarde, al mes de su voto con Dios, llegó el progenitor y entró en el dormitorio infantil. Gimiendo, con un hilo de voz dolorida y opaca, el niño rogó que lo dispensara de la reverencia habitual. El padre no habló; lo miró atónito. Francisco era una llaga viva aferrada al madero. Se oyó el silbido del crepitar de un látigo. Una masa sanguinolenta se desprendió del juguete y fue a dar a los pies del padre. Este lo apartó con el pie derecho. La madre lanzó un quejido ahogado. El padre la miró y dando un portazo se alejó rápidamente. La masa sanguinolenta no se movió; era un charco de sangre humana que, sonriendo, iba al encuentro de su Dios.
domingo, 1 de febrero de 2009
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