martes, 24 de julio de 2012

ABUELO


ABUELO

Cuando te nombro te busco en el cielo. No en el cielo de los buenos. Simplemente allí, suspendido, quizá porque eras profesor de astronomía y yo te confundía con “astrólogo”. Pero yo no te recuerdo así. Mi visión es la de un mago con un gran bonete azul salpicado de estrellitas, observando el cielo. Y digo mago porque, además de saber el nombre de cada constelación y conocer el destino de la Vía Láctea, mi abuelo fabricaba barriletes a raudales. Los armaba durante la semana y los traía el sábado a la quinta para remontarlos. No era uno solo; a veces tres o cuatro juntos en el mismo carretel, a los cuales les enviábamos telegramas para saludarlos mediante papelitos de diferentes colores. 
Sabías cortar con la tijera las más maravillosas bailarinas de papel, conforme se lo fuéramos pidiendo. Poseía, además, toda clase de chucherías guardadas en su escritorio. Además de astrólogo, profesor de astros, fabricante de barriletes, era músico. Tocaba el violoncello y nos enseñaba piano. 
Cuando nos llevaban al Colón, -para aprender- como nos repetían a menudo, en el entreacto nos acercaban a su palco, donde nos esperaba con una caja de lengüitas de gato o una lata de almendras. -Para que aprendas- repetían siempre de él.  
Abuelo: yo aprendí sólo la dulzura de tus ojos celestes, las reuniones de té bajo los eucaliptos, contándonos cuentos, y las escapadas en busca de los barriletes perdidos. Aprendí a tocar el “para Elisa” bajo tu mirada exigente y a no decir “malas palabras” porque “no existen en el diccionario”. Aprendí de tus largas caminatas el placer por caminar -que me invade muchas veces- y siempre apoyada en una rama, como lo hacías tú. Me enseñaste el arte del silencio, la soledad, la música, el olor dulzón de los aromos, la paciencia y un sin fin de cosas más que no me las señalaron, porque tal vez se olvidaron. Sólo las recuerdo como cuando uno hojea un álbum de fotos y las figuras parecen salir de su pose estática para convertirse en duendes de historietas.
 Aprendí, también, la pasión por el color, a admirar la naturaleza, a amar lo simple, a no molestar más de lo debido, a ser reservado. Tu lema era: “Si quieres que algo esté bien hecho, hazlo tú mismo.” 
Y así fue: hasta tu muerte temprana, jamás se te oyó murmurar una queja ni un gemido. Caíste como cae un roble, con altivez y orgullo en tu mirada. Cuando me anunciaron tu muerte, yo estaba en el jardín; había flores y pasto a mi alrededor. Caí de rodillas, con las manos sobre mi vestido. Y no pude llorar, recuerdo, porque llorar significaba estar triste. Yo no sabía hasta qué punto morir era no verte nunca más. A los nueve años no se valora esa palabra. Creí que era un largo viaje hacia las estrellas. Creí que iba a encontrarte en la Vía Láctea o en Saturno, girando alrededor, como uno de sus anillos, tal como me lo explicabas tú. Imaginé el viento hablándome en susurros de ti y yo enviándote mensajes, allá, alto, a través de nuestros queridos barriletes. 
Jamás volví a remontar ninguno. Sin embargo, aún hoy, en cada cometa que vuela, veo un poco tu imagen feliz de abuelo pleno. Eres, de los seres queridos, el que más extraño y quiero. 
Los dos teníamos mucha semejanza. Éramos como dos gotas de rocío, balanceándose en la misma hoja; dos gotas de rocío bajo un pino, en un día de lluvia. De ti me quedó todo lo escrito… y el silencio.

No hay comentarios: