martes, 24 de julio de 2012

ANNIE


ANNIE



El  problema era conocer el paradero de Paul, luego de la muerte de Annie. A él le dejaba toda su herencia, el dinero en los bancos internacionales, a plazo fijo- en dólares- los muebles de su paquetísimo departamento en Belgrano C, con vista al río, nueve habitaciones, tres baños, toilette, living de quince metros con un balcón-terraza, comedor, escritorio, sala, living íntimo, saloncito de estar y todos los detalles inimaginables, desde las canillas de plata maciza hasta el pequeño refrigerador minúsculo. 
Sabíamos cómo era Annie; el problema no era ella; era saber como era él. 
Annie era una deliciosa personita, delicada y etérea, culta y refinada. Tendría unos treinta años, cuando la ví por vez primera y no puedo olvidar su aire ingenuo y su refinada elegancia. Pequeña, menudita, frágil, era el centro de toda reunión. Todo en ella era dulzura y suavidad. Uno oía la superficialidad de su conversación con deleite y, cuando deseaba elevar el nivel, su cultura descollaba entre los oyentes atentos. 
Después del accidente, empezó a deslizarse con ayuda de un bastón con puño de marfil. Este era su único desacierto. El bastón se le deslizaba de sus dedos, cada vez que intentaba hablar y, con gran estrépito, siempre terminaba en el suelo: reuniones, veladas de gala, entierros, ceremonias religiosas tenían como fondo dos o tres caídas del bastón, que finalizaban en la suave risita de quienes la acompañábamos: Annie susurraba en voz baja: 
-Es Paul, para distraerme. Quiere que sólo esté atento a él. 
Estos comentarios no nos sorprendieron la primera vez que los escuchamos. Creíamos entrever una broma y la aceptábamos, pero la broma siguió su curso y siempre estaba Paul en medio de sus conversaciones. 
La curiosidad empezó a despertarse. Queríamos saber más de él. Como sobrinos carnales y conociendo la soltería voluntaria de Annie, nos molestaba inconscientemente este agresor de nuestras tierras, de nuestros dólares, en fin de nuestra muy posible herencia futura, pero Annie sonreía y detrás de su risita jamás pudimos quitarle un solo detalle. 
Si llegábamos de improviso a su casa, Annie tenía en la mesa dos cubiertos puestos. Al preguntarle la causa, respondía:
 -Lo esperaba a Paul. 
Dormía en cama camera, con vista al río, aunque jamás notamos en ella una presencia humana, una sombra de masculina esencia. Infaliblemente Annie esperaba a Paul y ello nos fue intrigando a lo largo de treinta años consecutivos. 
La relación de Annie y Paul ni mejoraba ni empeoraba: parecía idílica. Nosotros despreciábamos ese ser que invadía el alma de nuestra adorada tía multimillonaria. Nos molestaba incluso que lo nombrara, que le atribuyera derecho, no por el dinero en sí, sino porque nos alejaba de su cariño y atención continua: lo veíamos como un peligroso rival. 

Treinta años fueron suficiente para despertar odios, rencores y miedos en nuestra familia. Annie seguía sonriendo y sonriendo hacía lo que quería, sin darle explicaciones a nadie. ... Una noche la encontramos en su departamento, muerta: -Un ataque cardíaco- decretó la autopsia. Nosotros nos opusimos: -Imposible: Fue un crimen premeditado! Paul no debe ser ajeno a él- 
Quisimos nuevos veredictos, opusimos nuestro acuerdo, pedimos peritajes forenses, en fin, gastamos una enorme suma de dinero a fin de descubrir el personaje que nos había robado -creíamos con razón - su fortuna. No hubo forma de que Paul apareciera. Como un fantasma, al irse Annie, él había desaparecido junto a ella. 
El problema estaba en la sucesión que no se podía abrir hasta la aparición de dicho personaje. Los primeros días pasaron sin gran inquietud; finalmente lo íbamos a conocer, pero pasaron dos, tres semanas, uno, dos, cuatro años y Paul no se presentaba a cobrar su herencia. Buscamos su dirección en las agendas de Annie, publicamos edictos y estábamos a la espera de algún indicio para obligarlo a presentarse, firmar, cobrar y desaparecer nuevamente. 
Pasaron diez años. La herencia aumentaba, el capital engordaba, la renta no se gastaba y ningún Paul vino a cobrar su parte. El recuerdo de Annie no se empañó en nuestra memoria por esta broma de mal gusto. El tono cálido de su voz seguía invadiéndonos y no podíamos culparla. Era su dinero, hizo con él lo que estimaba correcto y se fue, sin avisarnos, decidiendo sola. 

Una tarde, mi hijo Juan, escritor innato y bohemio de oficio, indagando papeles viejos, guardados por mi mujer en un cajón del desván, encontró cierta notas curiosas que le llamaron la atención. El 11 de septiembre de 1946 Annie escribió en París, en plena recuperación de la II Guerra Mundial esta nota:
 -Anoche conocí a Paul. Soñé con él toda la noche. 
Vanos fueron nuestros intentos para dar en París con esta nueva pista. No hubo mensaje que lo trajera finalmente a la realidad.
 Annie se había casado con un sueño, fue la sentencia del juzgado en lo Civil, donde había quedado adjudicada la Sucesión. El sueño de Annie había durado la friolera de treinta años. Los derechos sucesorios habían claudicado en favor de una ilusión en la mente de nuestra querida y bienamada tía carnal.

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