LA ESPERA
Habían sostenido una feroz discusión en esa fiesta de Fin de Año.
Padre e hijo se tiraron en cara todo el rencor que los minó, durante ese período vital de su existencia.
El hijo acusaba al padre de frialdad, desapego, egoísmo y avaricia. El padre se defendía diciendo que lo habían dejado abandonado en vez de cuidarlo con cariño durante sus últimos años. Este asumía una actitud patriarcal: el hijo era liberal.
Tenían aproximadamente noventa y sesenta y tres años. Se habían odiado las tres cuartas partes de su vida sin habérselo confesado jamás, hasta esa noche de fiesta, donde el alcohol hizo el resto.
Prometieron no volver a cruz una palabra. Fue un pacto de honor.
Pero vivían en la misma casa, en pisos diferentes. Tomaron pues el ascensor principal que se atascó en el entrepiso. Se prendieron de la alarma, aunque estaban seguros de no hallar al portero, ya que lo vieron partir con toda su familia y le habían deseada felices vacaciones con educada sonrisa.
Gritaron, pero sabían sus gritos vacuos; los departamentos vecinos estaban cerrados. La gente pudiente no pasa jamás un primero de año en la capital, por ser considerado de pésimo gusto y señalar un estrato social en decadencia.
El padre observó a su hijo con frialdad y…temor. Comprendió que era una lenta marcha –unidos- hacia una muerte atroz.
Las vacaciones son siempre demasiado largas para los que se quedan en la ciudad árida y desierta.
No importa –dijo el padre lacónicamente-. Hablaremos.
El hijo no respondió. Sus preocupaciones eran otras: ¿Quién de los dos abdicaría y se masticaría al otro? Su juventud, imaginaria pero real en la situación actual, lo dejó muy tranquilo.
Se sentó en el suelo, en ese minúsculo lugar que le otorgaba el destino, fija la mirada en su padre y se dispuso a esperar.
martes, 24 de julio de 2012
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