martes, 24 de julio de 2012
¿Y?
¿Y?
Está bien. Ya lo sé. Tuve un quiste, tengo ahora un tumor, me hicieron la biopsia, dio maligno, me lo extirparán: temen las ramificaciones.
¿Y?
Creen que tengo para dos meses, a lo sumo. El tumor está adherido a los pulmones. Aparte de sentir un ligero cosquilleo, cuando toso -que últimamente es bien seguido- y un sordo dolor en la columna, nada me impide seguir viviendo. No quiero esta operación; no deseo morir de a trozos, como una res colgada en una carnicería. Deseo irme limpia y entera al más allá, sin olor a sangre, sin estremecimiento ni estertores durante un poco más de tiempo y nada más. Al final de esa loca carrera, siempre estaré yo y la muerte acechando. No quiero correr; sólo sentarme y esperar.
¿Y?
Tengo sesenta días por delante, si no me opero. Después, el deceso será rápido y doloroso. Moriré ligero, pues los síntomas son el ahogo y la falta de aire. Parecido a un parto, jadearé como una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte. Saldré yo, alma y luz a vagar el Infinito. Nubes, copos de espuma, aire límpido y sin hollín me remontarán en giros y remolinos. Y lloraré en cascadas de lluvia y reiré en un rayo filtrado a años luz de mi soledad. Tengo dos meses, sesenta días, ocho semanas para mirar la tierra y ya estoy buscando la muerte antes del tiempo indicado. Aquí, tendré pacientemente que esperar el día. Y mientras tanto, me distraeré fijando un pétalo azul a mi rosa preferida o escuchando el sonido quejumbroso de un guijarro que tiraré en la laguna. Iré al Convento y cantaré el Angelus con las monjas; de repente, -como cuando era niña- me meteré en el torno y giraré como un tiovivo multicolor. Ya pasada la medianoche, contaré las estrellas de la Vía Láctea y le guiñaré un ojo a la más lejana. Lloraré para cristalizar mis lágrimas en pulseras de cristal. Cantaré, para encerrar mi canto en el hueco de mi mano. Sonreiré, para hacerme anillos de luces y colores. Por las tarde, tocaré en el piano una Sonata de Mozart o un concierto de Beethoven.
¿Y?
Después, el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios terrestres. Me faltan ya menos días. No me operé, pues así lo decidí a último momento.
-Es una locura; todavía queda una esperanza, Señora, que no estén completamente tomados los dos pulmones ni los otros órganos vitales: decídase, Señora, por favor.
-Me voy, pero entera, Doctor-.
El mar me acuna a la siesta. Siento su espuma rociar mis cabellos humedeciéndolos de besos y caricias tenues.
El sol no calienta; entibia solamente. A lo lejos, una gaviota grita enojada, pues se le soltó el pez del pico. Y yo me río y el pez ríe conmigo.
La tierra todavía me concede un último favor: una puesta de sol todas las tardes y el arco iris, después de la tormenta. Cuando estoy un poco menos agitada, en silla de ruedas me llevan hasta el muelle y desde allí observo el horizonte obstinadamente. Un rayo de luz juega con mi nariz y la tuerce a voluntad, creando juegos de luces y sombras. Ya no sé respirar normalmente se me enturbia la vista cuando jadeo. Puede que hoy sea la última tarde, la última hora de mi paso por la tierra.
¿Y?
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