martes, 24 de julio de 2012

ANILLO DE BODAS

ANILLO DE BODAS

Por su cara le caía un chorro de sangre, como si un río lo hubiera invadido. Sus pies no crujían al moverse de un lado a otro, dejando huellas sin forma, como rastro de animal herido. Se había detenido en el horizonte; buscaba y medía su fin. Lo arrastraba el ansia: caminaba tras los crepúsculos para esconderse, perdido tras la línea de su abismo y la cima le era inalcanzable. Lo acusaban de haberla matado. Pudo ser. No recordaba. La pelea fue feroz, pero el olvido aplana los recuerdos; los rodea como una sábana enrollada y la niebla disuelve la culpa. Deseaba haberle roto los dientes por su fealdad. Fue siempre una traición a la verdad. Estaba sometida a los rigores de la tradición y a las costumbres. La verdad y ella caminaban por diferentes rutas. Todavía le duraba el dolor; lo arrastraba entre los ojos, como que lastimaba. ¿Qué sucedió? No lo sabía. Intentó recordarlo -es cierto- aunque todo estaba nublado en su interior. Sólo oía las campanas del alba y la veía allí, tendida a sus pies. ¿Criminó ella o lo criminaron a él? Ciegos, no percibieron que se destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía ya de sentimientos. Pudo ser. Los recuerdos estaban rociados de olvido. La memoria es injusta; se pierde en laberintos desconocidos. Él también estaba herido. ¿Por qué no la acusaban a ella, entonces? ¿Por que murió primero? ¿La justicia es solamente el apuro de correr lo antes posible hacia el acto postrero? Quedó él. Bien pudo quedar ella. ¿Qué más da? Se le nublaron los ojos; se le opacó el iris y sin queja, sin dolor, se terminó de apagar hasta la oscuridad total. Oía su voz; salía de su boca sin emitir sonido alguno, sin entreabrir los labios siquiera. Las horas se estiraban. Quería seguir viviendo. Ser útil todavía. Costaba trabajo vivir, costaba trabajo matar y costaba todavía mucho más claudicar. El hombre busca el aire, el oxígeno en lo más alto, destrozando el resto, aun lo más amado. Se sentó y esperó un largo rato. Había perdido la cuenta. Le pesaba la muerte entre los hombros, pero no le dejó señal de recuerdo alguno. Aún dudaba si no lo habían asesinado a él. Sabía que no lo lloraría y vivirían en paz; en cambio ella era la dueña de la luz. Los perros ladraban; el alba descorría la niebla. El rocío titilaba como diamantes esparcidos en una alfombra oscura. Se sentó, herido de muerte, sorbiéndose la angustia y siguió platicando consigo mismo.

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